Preparación

Los maratones para mi empiezan cuando uno va a buscar el número. Es en un salón de eventos grande, donde uno busca la etiqueta con el número que se va a enganchar a la remera, una remera del evento, y publicidades que se cuelan en la bolsa. A completar ese trámite convergen los miles de atletas junto a los queridos que los acompañan. En el caso de las grandes ciudades muchos son turistas, y al desafío emocionante de completar un Maratón y tal vez mejorar el tiempo pasado se le suma la excitación de estar de viaje, conociendo una ciudad o un país distinto.

Comúnmente habrá decoraciones con los íconos de la carrera: el obelisco porteño, el Empire State neoyorquino, las Torres del Paine patagónicas, la Puerta de Brandeburgo en Berlín, etc. De ahí salen las primeras fotos con ojos brillosos del Maratón. Al lado habrá otras decoraciones con frases motivacionales que invitan a desafiar los límites, o que los degradan descaradamente a construcciones mentales. Muchas empresas estarán mostrando sus zapatillas deportivas, sus barras de energía, sus viajes a maratones por capitales del mundo. Y uno se descubre caminando al ritmo de esa música estimulante que estaba tocando desde el principio. Este trámite es ya una fiesta.

Lo único distinto para este Maratón de otras a los que fui es la escala y organización. Se notaban los ríos de personas yendo de la calle a las mesas de información donde informaban el número de corredor que corresponde a su nombre. Después, a uno de las decenas de casilleros donde esperan esos números de corredor (a cada casillero corresponde un rango de números, el mío era entre el 25.000 y el 29.000). Después, a la docena de casillero donde entregan las bolsas con agua, la remera, y los manuales del maratón.

Sí, hay un manual del maratón para cada corredor, que además de tanta publicidad como se acostumbra en Estados Unidos tiene un mapa detallado del curso, notas sobre para qué y cómo bajar la aplicación móvil del maratón (sorprendentemente útil), e instrucciones para llegar a la salida, correr, y salir después de la llegada (o durante el curso en caso de abandono) de un maratón donde corren cincuenta mil personas. 50.000 personas es 5 veces más que las 10.000 del ya enorme Maratón de Buenos Aires. También explica la información que contiene mi número: en qué subgrupo de qué grupo me toca salir en la mañana de la carrera, cómo llego a la isla desde donde se parte, contactos de emergencia, etc.

Esta semana, día tras día, estuve cada vez un poquito más nervioso, como si estuviera por rendir un examen de la facultad. La presión ayuda.

Salida

La organización ofrecía colectivos desde Manhattan, Nueva Jersey, o el Staten Island Ferry para llegar al punto de partida. Elegí el ferry, mejor opción desde el Brooklyn donde dormí. Mi número indicaba el barco de las 7:15am, así que me levanté a las 6, me di una ducha que no me llegó a despertar, y planeé desayunar en la isla, con tiempo para precalentar hasta las 10:15am, hora en que mi grupo empieza el trote.

Esperé el subte de madrugada. Los pocos que venían de las más largas fiestas de Halloween se encontraban con los maratonistas que iban hacia el Ferry. Hubo uno que intersecó los dos mundos, corriendo el Maratón disfrazado de Batman. Lo amé. Cientos de deportistas eufóricos nos encontramos en el puerto, y la mayoría no pudo entrar en el ferry de las 7:15am. Esperamos al de las 7:30 y, avalancha mediante para que no nos cerraran la puerta otra vez y tuviéramos quen esperar al siguiente, subimos al barco y zarpamos hacia el Sur.

Muchos se ubicaron en la popa para, ya vestidos de maratonistas, sacarse fotos con la vista que se tiene desde el Río a las torres de Wall St. Yo pensaba en lo chica que iba quedando la Freedom Tower, ¿cuánto más nos íbamos a alejar?

Llegamos a la isla y el hormiguero bajó del barco. Nos esperaban organizadores que cada 30 metros nos alegraban: “Suerte hoy! Buen día! Sigan por los pasillos hasta los colectivos!” Afuera de la estación nos esperaban dos cuadras de vereda ancha repleta de gente esperando subir a alguno de la fila de colectivos que hacían el circuito desde el ferry al campamento de salida, y vuelta.

Sentí acá como si estuviéramos en una escena de preparación militar para salir a algún país: miles de personas moviéndose sin saber muy bien a dónde pero sin embargo muy ordenadamente, todos vestidos más o menos similar, conociendo a poca gente o nadie, todos con el mismo bolsito chico y transparente con alguna muda de ropa y alguna cosa más. Helicópteros rodeándonos en círculo y a baja altura, una fila de colectivos que se llenan y se vacían en ciclo.

Entre el ferry perdido, la cola en la vereda y la lentitud de tantos colectivos yendo por las mismas callecitas llegué muy sobre la hora. De suerte si tuve tiempo de dejar mi bolso en el camión de correos correspondiente para que lo lleven a la llegada, y de preparar y terminar de fondo blanco un café con leche, que tampoco me llegó a despertar. Nada de precalentamiento, más que trotes para encontrar mi camioncito y café antes de la largada. Ni hablar de recorrer las distintas “villas” que había armadas para disfrutar de ese clima de incertidumbre precompetencia.

Color naranja, ola 2, corral C. De ahí largaba yo. Llegado al corral dejé mi camperita en un cajón de donación, y me preparé para empezar a transpirar por unas horas. La alternativa a la donación es llevarla colgada, o tirarla en el puente después de entrar en calor (que muchos hacen).

Media hora de espera ansiosa en el corral, lleno de energía que no podía canalizar por ningún lado me puse a responder mails desde el teléfono para usar un poco de azúcar en el cerebro y para distraerme. Largó la primer ola con una explosión fuerte; empezó un aplauso indeciso que evolucionó a celebración general. Corredores vecinos lo notaron, “aplausos nerviosos” dijeron; no soy el único que recuerda el atentado reciente en el Maratón de Boston. Un rato más, y nos liberaron camino al puente.

Qué enorme de ve ese puente, fuera de escala con los orgullosos que cruzan de Manhattan a Brooklyn y Queens. Cruzándolo se llega de hecho al punto más alto de esta ruta, es bueno que la suave y consistente subida toca al inicio cuando todavía el cuerpo tiene fuerza y pocas ganas de acalambrarse.

Los helicópteros se concentran acá en la largada, se suspenden en el aire arriba nuestro y nos filman. Les festejamos! Diez minutos de nervios y charla con vecinos maratonistas y llega nuestro tiro de largada.

Arrancamos y tenemos espacio para trotar sin chocarnos, bien por la separación de largadas en olas y corrales. Subimos al puente colgante y hay un barco abajo, helicóptero a cada lado, y otro helicóptero entre las dos columnas y sobre nosotros. No sé si el fotógrafo o piloto la están pasando tan bien como nosotros, pero no me cuesta creer que estamos todos en un nivel de excitación comparable. Al Norte se ve Governors Island, los barcos mercantes que atracan entre esa islita y Nueva Jersey, y luego de un poco más de río los rascacielos de Manhattan. Me dan ganas de quedarme un rato y contemplar.

Brooklyn

Bajamos a Brooklyn, y boom! Fiesta. De ahora en más, ¡fiesta! Me habían advertido de la fiesta que espera al entrar en Manhattan pero ya me emocioné entrando a la punta sudoeste de Brooklyn, lejos de todo excepto de Coney y Staten Island.

Las familias salieron a sus veredas y nos esperaban y felicitaban y cantaban, y nos ofrecían las palmas y nos regalaban unas sonrisas que todavía brillan. Yo me acercaba y sonreía a los niños, y los veía esperando palmas y me preparaba temprano para que supieran que les iba a “dar esos cinco”, y antes de llegar hacíamos palmas con dos más que estaban entre el nene y yo. Les agradecí a todos, y chocaba esos cinco con el nene sonriente, y los siguientes levantaban las manos también y la seguían y no me dejaban bajar los brazos o balancearlos como cuando uno trota. Y asi cada cuadra, todo el tiempo. Hasta los bomberos y policías se muestran muy relajados, alientan y sonríen. Fiesta!

A los 7km me di cuenta que si seguía aceptando toda esa emoción no iba a llegar ni al medio maratón, así que fui intercalando períodos de tomar aire por el medio de la calle, con períodos energizantes celebrando con quienes desde las veredas llenas alientan.

Algunos carteles que sostenían me hicieron reír fuerte y les agradecí:

  • Entrené cuatro meses para sostener este cartel
  • Apúrense que los kenyatas se están tomando toda la birra
  • Todavía no llegaste ni a la mitad
  • Corré como si te hubieras afanado algo

Crucé varias bandas de música: Soul, Rock, Funky. Daban ganas de quedarse en la mayoría. Una orquesta de vientos tocaba “Chameleon” de Herbie Hanckock, nunca escuché una versión así y quise seguir escuchándolos mientras me alejaba.

Por Greenpoint encontré a los amigos del club de running con quienes esta temporada salimos a entrenar, cenar y cervecear. Fue sorprendente reconocer sus caras en medio de esa marea de humanos, y fue divertido.

Queens

Queens continuó la misma magia de la hinchada, hasta que subimos al puente que cruza a Manhattan. Un puente largo y mayormente sin gente; un buen momento para andar a paso más lento y recuperar aliento. La vista a la ciudad (esta vez desde el Norte hacia al Sur) impresiona por la cercanía a las torres: se distinguen las torres famosas: Chrysler, Empire State, Freedom. Muchos corredores aprovecharon para parar un rato y sacarse fotos con la mejor vista.

Vi más carteles graciosos:

  • Bienvenidos a Queens! Y ahora háganme el favor de irse
  • Corré rápido que se me acaba de escapar un pedo
  • Qué generoso cómo dejaste ganar a todos esos que pasaron
  • Demasiado trabajo por sólo unas frutas gratis
  • “If Donald Trump can run for president you can run a Marathon”

Manhattan 1

Bajamos a Manhattan por la 1er avenida y la ovación volvió, tan energizante como al bajar del primer puente a Brooklyn. La vista de esta calle es más neoyorquina, avenida ancha pero encajonada entre edificios altos, y elegantes u opulentos.

Preparado mentalmente para la larga recta al Norte, ya habiendo empezado “el muro” con dolor que a todos nos llega, no apuré mucho el paso, y me serví de toda estación de frutas, aguas y jugos energéticos, para postergar los calambres que empiezan a amenazar.

Bronx

Cruzamos al Bronx por puentes pequeños pero ya los músculos duelen. Camino (no troto) esas subiditas mínimas con trancos tan largos como pueda para a la vez estirar músculos que ya son de goma vieja. En este Bronx del esperado cansancio vi tres bandas pop/soul en dos cuadras, una en cada esquina. ¡Los organizadores saben!

Manhattan 2

Vuelvo a Manhattan, y ya no me puedo mover libremente. Esquivar a quienes paran o torcerme para aceptar una fruta me acalambra las pantorrillas y pierdo un poco el equilibrio. Sólo puedo caminar poco (si camino más me enfrío y muero) o trotar con pasos cortitos, que es lo que elijo.

El paisaje se va poniendo más y más lindo. Las casas de Harlem rodean un Parque, la quinta avenida por la que bajamos de vuelta al Sur muestra el Empire State y los árboles de Otoño del Central Park sobre la calle. Vamos terminando, y la energía de todo el mundo vuelve a crecer.

Carteles que causaron gracia:

  • Anotarse parecía una buena idea meses atrás
  • Corre que tu vieja está revisando tu teléfono en la llegada
  • No confíes en un pedito pasado el kilómetro 30
  • Sosteniendo una bolsa abierta de caramelos: Aceptá estos caramelos de desconocidos

Cada pequeña risa era una aspirineta que me hacía olvidar de la distancia o dolor. Alentar funciona.

Calles 120, 116, 105… Hay que llegar al límite Sur del Parque, la 59. O es la 72 por donde entramos? El pensamiento es contraproducente, lo ignoro volviendo a interactuar con la gente. Un maestro me ve sonriendo y me ofrece un vasito rojo, lo acepto, agradezco, y al verlo más cerca descubrí cerveza. Miro al amigo sorprendido, ¡y se está cagando de risa! Ya es el kilómetro 39 del Maratón, una cervecita ahora es, de hecho, ideal. La tomo y le agradezco con sonrisa.

Entramos al parque y las subidas me matan, intercalo caminatas con trotes. Hay un montón de gente, alientan si uno va alegre, y no presionan a los cansados. El paisaje otoñal del parque es digno de contemplar, túnel de copas de distintos colores que recorre un camino sinuoso, que se pierde en un parque con fondo urbano.

Quiero llegar antes de las 4 horas y no sé si lo lograré. Cuando faltan 2km para terminar elijo no parar, me sienta como me sienta. Me acerco a la gente y nos retroalimentamos: ellos celebran la llegada y yo su celebración.

Ahora todos corren, nadie a quien esquivar en mi camino. El ambiente se va llenando de música, fotógrafos, voluntarios, familiares, amigos. Veo la llegada, me emociono y la cruzo poquito antes de las cuatro horas. Celebro la llegada, la experiencia única e imborrable, la gente divina que acompañó en cada metro, el poder parar a descansar y caminar.

A medida que caminaba junto a los cientos que iban llegando encontraba distintos voluntarios guiando, colgando medallas, dando mantas de abrigo, frutas. Todos felicitan a cada corredor como si fuera el primero que ven. Aman estar acá, hacen preguntas a cada uno, conversan, disfrutan.

Me quedo un rato recuperando en el parque, y me divierto mirándonos, atletas jóvenes y fuertes, pidiendo ayuda para atar o desatar las zapatillas, para bajar escaleras con dos piernas que hoy no se quieren doblar. Acostumbrados a ser los más fuertes, hoy todos vivimos en carne propia lo que es ser viejo avejentado. Completa la experiencia.

Ahora me siento igual que luego de los viajes en bici: demasiado sacrificio que me hace pensar que tal vez no lo vuelva a intentar, y demasiada emoción y pasión, que me hace pensar en cuál será el próximo evento que me permita, literalmente, empujar los propios límites.